Ciudades Invisibles
“La vida de una persona consiste en una serie de acontecimientos de los cuales el último podría cambiar el sentido de todo, no porque cuenta más que los anteriores pero porque está incluido en una vida en que los acontecimientos se plasman en un orden que no es cronológico, pero que describe a una arquitectura interna de todos nosotros” Italo Calvino - Palomar...
viernes, 4 de abril de 2014
miércoles, 15 de enero de 2014
Estambul es una ciudad definitiva (I Parte)
Estambul es una ciudad definitiva. Es el epicentro de nuevos
olores, sabores, nuevas visiones de los contornos de la modernidad y la
tradición. Estambul es el rio Bósforo. Estambul es comercio. Huele al
mediterráneo. Tiene una nostalgia pesada de un lado del Bósforo, una carga de
modernidad avasallante del otro lado. Despliega alternativas infinitas a la
vista del visitante que deambula por sus calles. Resume de una manera quizás
romántica lo que Borges alguna vez expreso como ese encuentro con Oriente.
La primera impresión al llegar al aeropuerto es la de un
país que avanza. Todo esta planteado para así parezca – tiendas de Victoria
Secret y Starbucks sirven de marco a
miles de visitantes de toda Asia y Europa. El aeropuerto en sí es un triunfo de
la Turquía moderna – una suerte de declaración de que aquí se viene a invertir.
Apenas pasamos la aduana – nos encontramos con las primeras señalas de que
todavía estamos en un país en desarrollo: cientos de choferes con pancartas
buscan al visitante, al hombre de negocios en lo que parece un terminal de
cualquier parte de Venezuela. Mientras nos llevan al centro de la ciudad,
sorprende la cantidad suburbios modernos, amplias avenidas, pulcras ornamentos
de la modernidad y el progreso. Todo el camino por la playa denota que hay
orden. El azul del océano es devastador. A primera vista no se sabe si Estambul
pertenece al mediterráneo o el mediterráneo a Estambul. El mar pareciera a tener
una gran importancia para ellos – el comercio, las otras influencias todas
parecen tener su origen en el mar.
En un instante nuestro chofer se desvía de la moderna
autopista y entre en un nodo de una callejuela cualquier que nos impulsa cuesta
arriba. En segundos estamos en un vecindario que pudiera ser construido en los
años 40. Retrocedimos abruptamente en el tiempo. Desfilamos ante cientos de
tiendas, pequeños comercios, sitios de comida, mercancía en la calle – gentes
con otras pieles y vestimentas. El barrio de Beyazit nos arropa con todo su esplendor
comercial. Pareciera que aquí vender no sólo es un arte sino una forma
milenaria de vida. Beyazit huele a telas, a kebab recién hecho, huele a cuero
curtido.
Nuestro hotel esta localizado en el medio de Beyazit. Esta
estratégicamente cerca de todo. El Gran Bazar esta a tres cuadras, imponente
como un gigantesco laberinto – la primera impresión es definitiva. Hemos
llegado al origen del comercio. Más allá de su evidente propuesta turística, el
gran bazar conserva su esencia mística. Huele a especies y a cuero; se cultiva
el vidrio, el oro, la plata. Son glamorosos sus pasillos, decorados con todo lo
que uno se pueda imaginar. Los dueños de los locales posean un ADN comercial de
siglos de experiencia. Son poliglotas natos, juglares de las palabras, caballeros con las damas, negociantes de
oficio y vocación, feroces a la hora de defender su precio final. Saben el
cuando, como, donde y el que del comercio. No se apuran, te presentan a su
esposa, te brindan té, te seducen en base a tus necesidades creadas, juegan con
su venta, hacen parecer las cosas que venden como verdaderas joyas de arte
cuando no lo son, deciden honrarte con el noble arte en el que ellos son
únicos: el arte del regateo. Es una sensación maravillosa estar en el gran
laberinto del Gran Bazar simplemente viendo la misma escena de los últimos 400
años, cientos de personas buscando satisfacer algún placer o lujo.
Apenas dejar nuestras cosas en el hotel nos fuimos a Asia.
Nuestra intención era comer en el legendario Ciya Sofrasi – quizás el mejor
comedor de Estambul. Tomamos el barco desde Eminönü hasta Kadikoy saboreando el
atardecer mientras el Bósforo nos daba la bienvenida formalmente a la ciudad.
El Bósforo debe ser simbólicamente muy importante para los habitantes de esta
ciudad. Debe ser una constante memoria
de situaciones vividas en él. Igualmente se intuye que es un espacio de
socialización. Miles de personas lo cruzan todos los días mientras beben té,
café y charlan o leen el periódico. Hay parejas, familias, niños emocionados
por montarse en el barco, personas solitarias en sus pensamientos en el barco. El
paseo por el Bósforo es una pausa para el Estambulí, un momento en el tiempo
(¿para reflexionar?), para admirar la ciudad. El Bósforo permite que la ciudad
se deje mostrar.
Al caminar por las calles de Kadikoy finalmente llegamos al
Oriente. No hay manera de describir el apabullante sentimiento de libertad y
placer que transmiten las calles de Kadikoy. Decenas de tiendas, restaurantes,
puestos de mercados en donde literalmente miles de personas caminan buscando y
encontrando la fiesta que significa el mediterráneo. Ciya Sofrasi se encuentra
allí, un local que comenzó modesto y que hoy es famoso por recuperar los
sabores de platos de toda Turquía. El secreto de Ciya Sofrasi son dos. Sus
ingredientes frescos y pulcros, desconocidos sabores milenarios. El segundo
secreto es el personaje de Musa Dagdeviren el chef que dedica gran parte de su
tiempo a viajar por toda Turquí recogiendo recetas y sabores que se creían
perdidos. La comida es espectacular. Los turcos saben disfrutar de sus
platillos. Dagdeviren rodeado de ollas espectaculares “sugiere” que comer en un
ingles inexistente. Todo lo dice en turco, pero se nota que cada plato es un
estudio de alguna receta perdida en el tiempo. Yo apunto con mi dedo y quiero
probarlo todo, pero es imposible – hay demasiada variedad. Dagdeviren se ríe de
mí y me invita a garbanzos con cordero en una salsa semi picante – luego me
indica que algo con yogurt acompañaría perfectamente este plato. Acepto gustoso
como un discípulo recién incorporado a una cofradía religiosa.
La comida turca es sencilla y a la vez compleja. Sencilla en
la utilización de la cocina – compleja en el uso de las especies. Todos los
sabores son nuevos, trabajados con verduras que nos son conocidas: berenjenas,
calabacines, okras, vainitas, tomates, garbanzos y decenas de plantas verdes:
espinacas entre otras. Hay una alegría al comer que es muy mediterránea. El
turco le dedica tiempo, desde la infinidad de meses (aperitivos o tapas)
calientes o frias hasta los platos principales y los postres. Estambul es una
ciudad definitiva para comer. Ciya Sofrasi es un templo de sabores donde
reconozco que salí asombrado.
Mención aparte merecen las mezquitas de la ciudad. Nuestro
primer encuentro con una Mezquita fue la primera noche, mientras regresábamos
de Asia luego de cenar. Cruzamos el Bósforo por el puente de Galata y vimos
cerca de Eminönü una luz tenue que parecía ser la entrada a una mezquita. Luego
supimos que era la Nueva Mezquita o Yeni Cami (construida en 1597). Como
primera experiencia en una mezquita fue definitiva. El mero hecho de ser los
únicos en la mezquita a esa hora de la noche lo hizo especial. Con unos
candelabros espectaculares – la Yeni Cami nos introdujo en el complejo mundo
musulmán. Una mezquita sirve a la vez de templo, centro cultural, punto de
encuentro y lugar de reflexión o meditación. Frente a la modernidad es un lugar
cálido, un espacio público con sentido, un lugar para pensar. Luego de ver
decenas de ellas a lo largo de Estambul no puedo sino pensar que son una buena
idea. Frente a la modernidad son oxigeno puro. Sin embargo da la sensación (por
lo menos la percepción) que la religiosidad esta presente en todas partes de
Estambul. La religiosidad esta en la gente.
viernes, 8 de febrero de 2013
La Monja en el tren Talgo camino a Barcelona
El Tren Talgo se detuvo
lentamente en la estación de Sevilla. Al ingresar temí de nuevo por mí. La pava
estructural que me acompaña en mis viajes se remite a que siempre me toca un
indeseado en el puesto de al lado. Esta vez no fue la excepción. Había una
monja esperándome.
Debo aclarar que no tengo nada contra las monjas y la
función social que cumplen. Desde hace muchos años me ha interesado mucho el
tema de la vocación y he profundizado en averiguar que lleva a una persona a
dedicar su vida a la religión; pero no era especialmente fortuito que me tocara
una monja las ocho horas que duraría el viaje a Barcelona.
La Monja me miro tímida. Yo la miré resignado. Revise por
tercera vez mi boleto, para verificar una vez más que el destino (¿divino?) me
seguía jugando una mala pasada. Me senté, arregle mis cosas; siempre viajo con
varios materiales de lectura, y medite si sacaba el libro “Memorias de una puta
triste” de García Márquez. En un acto de auto-censura decidí que por los
momentos no era conveniente.
Comenzaron las introducciones:
-
“Buenos días”
-
“Buenos días madre”
-
“Bonito día para un paseo en tren hijo, ¿no es
cierto?” – Mi miseria no podía ser mayor, era una monja que le gustaba hablar – es decir, por horas.
-
“Si madre, aunque anoche llovió”.
La monja era como cualquier otra monja. Totalmente cubierta
era difícil imaginarse su edad. No era ni joven ni vieja. Tenía una cara dócil,
unas manos pulcras, una postura frontal. Me la imagine de pequeña, jugando con
otros niños y como siempre me pregunte que hace que una persona se dedique a la
vida monacal. Su cara era “Giotto”
style.
La ficha técnica de la monja nunca se me olvidará: Pertenecía
a las Dominicas de La Anunciada - o sea -
Monjas Contemplativas de la Orden de Predicadores. Licenciada en Filosofía y
Teología. Devota de San Gabriel y la Santa Clara de Asís. Española – Italiana.
-
“¿De donde eres con ese acento?” – Me pregunto
-
“Venezuela, madre”
-
“Ah las Américas…” – murmuró, y me sentí en una
película del siglo de oro español y a su vez como un criollo de tercera
categoría.
-
“¿Y cómo es tu relación con Dios?” – pregunto
sin piedad – sacando la artillería pesada de una vez en una especie de blitzrieg.
-
“¿Mi relación con Dios…?” – Balbucee –
“Trágame tierra” fue lo que pensé a continuación. Tenia ganas de decirle la respuesta que había
dado Miguel Bose en una entrevista: “No
tengo una relación con Dios, nunca me lo han presentado”, pero pensé que no
sería una buena idea. Este era uno de esos momentos en la vida, cuando te
preguntas en tu Fe, en tus creencias, en esa extraña sensación de vacío
espiritual que normalmente palias con otras actividades. Hasta ese momento mi
historia religiosa se circunscribía a los pocos afectos que sentía por la
institución iglesia y la admiración por algunos de sus miembros más radicales, más
intelectuales, menos dogmáticos.
-
“Mi relación con Dios, madre, es muy leve” – le
dije, sospechando lo peor. “Aunque estudie en un colegio católico”, - dije con
cierto orgullo.
Pensé en mi boleta eclesiástico y preferí no manifestarme.
Saldría raspado.
1.
Bautizo: 20 (fui bautizado con todos los
honores, a pesar de que no me acuerdo de nada)
2.
Primera Comunión: 01 (Nunca la hice – mi mama al
negarme, no insistió)
3.
Confirmación: prelada (por no haber hecho las
primera comunión)
4.
Confesiones: 09 (Una cada mes en la secundaria-
luego de eso la lista de pecados se ha acumulado a la ∞.
5.
Idas a Misa: 10 (es decir cumplo con ir a las
misas que involucran fallecimientos, matrimonios y eventos especiales)
6.
Religiosidad: 08 (sin comentarios)
Promedio: 08
“La palabra de Jesús es siempre útil para encontrar los
caminos de Dios” me dijo la Madre.
Siempre he querido ir a Israel. Me llaman la atención los
sitios que se pueden visitar que están cargados de una religiosidad combinada
con cierto fervor turístico. ¿Qué puede llevar a una persona a creer cuando
esta en Belén, que el lugar que le enseñan a uno es efectivamente el sitio
donde nació Jesús Cristo, un judío arameo hace más de 2000 años? Debe ser
interesante no ir al lugar, sino ver a los peregrinos que se acercan con
verdadera Fe y religiosidad.
La Monja y yo entablamos a partir de ese momento una feroz
batalla ideológica. No soy un experto teológico ni mucho menos, pero me sentía
capaz de defender la poca Fe que tengo, que se sitúa entre el humanismo y la
ayuda al prójimo (¿mi gen cristiano?). La Monja defendía el papel de la
iglesia, su integridad moral y los valores católicos por encima de todo. Yo me
sentí capaz irónicamente capaz de mencionarle la riqueza del Vaticano. Ella
riposto con las obras sociales: Yo le mencione que la iglesia podía “opinar”
sobre la vida de los demás, no “imponer”. Ella me hablo de que tener Fe permite
que tu alma viviera en Paz. La envidie por un momento. Tener tanta certeza,
tanta claridad de vida, saber el camino a seguir era un lujo que el humanismo
no tenía. Siempre había dudas y verdades por descubrir. En la religión todo
pareciera estar escrito. Hay pistas. Hay señales.
Mi envidia duro poco. Al tocar el tema del celibato, la
monja enmudeció. No dijo nada. Cero. Su silencio me preocupó. Me sentí mal por
tocar esa tecla, pero era mi última oportunidad de (¿ganar?) hacerle
reflexionar sobre algunos puntos. ¿Qué estaría pensando? ¿Sobre lo que nunca
fue o sería? ¿Sobre alguna persona que amo? ¿Sobre como la Fe es más poderosa
que todos deseos carnales o extra terrenales?
En la Biblia la palabra celibato no aparece por ninguna
parte.
Lo que siguió fue una confesión de partes. Si, el celibato
era una “prueba más de Dios” me dijo. La monja cuando estaba joven se había
enamorado de un compañero de clase. Tenían 16 años. Había sido un romance que
tocaba lo espiritual pero también lo físico. Su círculo social no aprobaba el
joven, lo consideraban “indigno de ella”. No la dejaron verlo más. Su familia,
piadosa y religiosa en extremo, así como también pobre y sin recursos, no
participaba en su gusto por la historia y la lectura. Su vocación nació de su
deseo de aprender, de conocer otras sabidurías y saberes. Como muchas otras
vocaciones nació producto de la necesidad y de la falta de oportunidades.
La monja me miró con tristeza: - “Eso paso hace muchos años”
sentenció.
El Talgo continúo su largo recorrido y la Monja no hablo más
en todo el trayecto.
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