Se atribuye a Bersabea esta creencia: que suspendida en el cielo existe otra
Bersabea donde se ciernen las virtudes y los sentimientos más elevados de la ciudad,
y que si la Bersabea terrena toma como modelo la celeste, llegará a ser una sola cosa
con ella. La imagen que la tradición divulga es la de una ciudad de oro macizo, con
pernos de plata y puertas de diamante, una ciudad joya, toda taraceas y engarces,
como puede resultar del estudio más laborioso aplicado a las materias más
apreciadas. Fieles a esta creencia, los habitantes de Bersabea honran todo lo que les
evoca la ciudad celeste: acumulan metales nobles y piedras raras, renuncian a los
abandonos efímeros, elaboran formas de compuesto decoro.
Creen empero estos habitantes que otra Bersabea existe bajo tierra, receptáculo
de todo lo que tienen por despreciable e indigno, y es constante su preocupación por
borrar de la Bersabea de afuera todo vínculo o semejanza con la gemela inferior. En
lugar de los techos imaginan que haya en la ciudad baja cajones de basura volcados,
de los que se desprenden cortezas de queso, papeles engrasados, agua de platos,
restos de fideos, viejas vendas. O que sin más su sustancia es aquella oscura y dúctil
y densa como la pez que baja por las cloacas prolongando el recorrido de las vísceras
humanas, de negro agujero en negro agujero, hasta aplastarse en el último fondo
subterráneo, y que de los mismos bolos perezosos enroscados allí abajo se elevan
vuelta sobre vuelta los edificios de una ciudad fecal, de entorchadas agujas.
En las creencias de Bersabea hay una parte de verdad y una de error. Cierto es
que dos proyecciones de si misma acompañan a la ciudad, una celeste y otra infernal;
pero acerca de su consistencia hay una equivocación. El infierno que se incuba en el
más profundo subsuelo de Bersabea es una ciudad diseñada por los mas autorizados
arquitectos, construida con los materiales mas caros del mercado, que funciona en
todo su mecanismo y relojería y engranaje empavesada de flecos y borlas y volantes
colgados de todos los caños y las bielas.
Atenta a acumular sus quilates de perfección, Bersabea cree virtud aquello que
es ahora una oscura obsesión por llenar el vaso vacío de sí misma; no sabe que los
únicos momentos de abandono generoso son los del desprender de sí, dejar caer,
expandir. Sin embargo, en el cenit de Bersabea gravita un cuerpo celeste donde
resplandece todo el bien de la ciudad, encerrado en el tesoro de las cosas desechadas:
un planeta flameante de peladuras de patata, paraguas desfondados, medias en
desuso, centelleante de pedazos de vidrio, botones perdidos, papeles de chocolate,
pavimento de billetes de tranvía, recortes de unas y de callos, cáscaras de huevo. La
ciudad celeste es ésta y por su cielo corren cometas de larga cola, lanzados a girar en el espacio por el solo acto libre y feliz de que son capaces los habitantes de Bersabea,ciudad que sólo cuando defeca no es avara calculadora interesada.