Mientras me zambullía en un exilio de las palabras sin fecha de regreso y jure que leería todos los días, a toda hora, para tratar de rescatar alguna tradición milenaria de compartir la soledad con algún buen libro, encontré un excusa para no hacer nada.
Aquello, un síntoma de una flojera estructural que tiene su origen en la religión y que se esfuma ante la necesidad, era materializado en un desapego a todo aquello que significara trabajar. Después de todos los patricios romanos declaraban el trabajo un penitencia de los dioses, un castigo (no por lo pecados cometidos, a diferencia de los cristianos) algo que solo podía evitar el libre pensamiento y la fluidez de la oratoria. Los esclavos romanos solo tenían un derecho: el del trabajo.
La flojera trepa por todas las paredes de mi casa. Habita entre los libros. Encanta el aire con una pesadez solo parecida a las tardes de domingo.
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