Llegue a Berlín a pocos meses de haber caído el Muro. Hacia un frió anormal, de esos que te entran
en los huesos y no se van. La ciudad a las 400am no decía mucho. Había un
silencio muy propio de la inactividad, pero a la vez de una cierta pesadez que
recorría el ambiente. Para ese momento
la humanidad todavía recordaba esos días cuando miles de ciudadanos
berlineses, violados de sus derechos de asociación, libertad y humanidad
decidieron romper con el orden social y ser libres. Lo digo con toda la pasión
que merece, porque así se percibió en las escuelas, en las oficinas, en los
bares de todo el mundo. Una sensación tan única que solo ha sido superada (en
mi modesta opinión) cuando liberaron a Mandela.
Berlín del Este seguía siendo, sin embargo, una ciudad
triste, seca y sucia, que aun padecía de un estalinismo arquitectónico. Del otro lado Berlín Occidental parecía un
gran parque de atracciones., lleno de dulces y golosinas, donde los centros
comerciales anunciaban el triunfo del capitalismo.
Para mis amigos y yo,
acostumbrados a las bondades de los países desarrollados Berlin Oriental sólo
supuso la primera de muchas sorpresas a lo largo de esas semanas que pasamos en
Alemania y luego en Polonia. En esas primeras impresiones estaba claro que la
discusión iba más allá del capitalismo y el comunismo. Bastaba conversar con un
alemán u oriental o un polaco para darse cuenta del enorme crimen que se había
cometido. Insertos en un mundo
impregnados de slogans falsos (en los últimos años ya nadie creía lo que
se decía), comida ajustada a una dieta forzosa, listas de espera para casi
todo, los habitantes que vivieron el comunismo solo pensaban en ese momento: ¿Y
ahora qué? El comunismo asfixia cualquier forma de inventiva. Aísla a la persona al grupo y lo lleva a
dudar de su singularidad – todo se resuelve en un sinfín de burocracias
paralelas, discursos partidistas y lo que es peor – realidades orwellianas. La
calidad de vida que anuncia que todos “vivimos decentemente” se traduce en
“todos somos pobres”.
Polonia eran kilómetros de campos
abandonados, industrias quebradas, iglesias tristes y miles de personas
calificadas en absolutamente nada. Ni los maestros con los que hablamos tenían
nada que enseñar: todo que lo que el comunismo les había enseñando no servía
para nada en el mundo real. Eran los profetas obligados de una letra muerta.
Gdansk, cuna de la resistencia
polaca, era un sitio hostil, una fotografía de los años cincuenta, todo se caí
a pedazos.
Entramos en un bar en un pueblo de la costa báltica. El viento era terrible. Adentro había unas 25 personas sentadas en parejas tomando cervezas. Olía a fracaso. No había música y la alegría seguramente no era uno de los verbos más utilizados. Por otra parte nosotros éramos extraterrestres de una lejana galaxia. De la conversación con los locales supimos de la opresión lingüística, de los polacos “delatores” de sus propios compatriotas, de la sovietización forzada – del culto al colectivismo sin ninguna recompensa. El pesimismo era parte del lenguaje y se mezclaba con el incierto futuro. Los jóvenes ya se habían ido a las ciudades donde se respiraba una modernidad que llevaba con 45 años de retraso. El pueblo nos contaron había sido el balneario predilecto del Apparatchik polaco y ruso, donde estos pasaban sus veranos “socialistas”. Sus grandes dachas, eran ahora mansiones abandonadas. Muchos de los lugareños habían trabajado en esas casas, siendo sirvientas y obreros en un mundo socialista de la alta élite comunista polaca, entre productos importados de Suecia y lujos de toda Europa. La paradoja era que ahora no había empleo en el pueblo y estas personas estaban a la deriva.
Solidaridad, el movimiento obrero, no solo fue un impulso, una barrera de resistencia con el fascismo y la tiranía, sino también en su momento fue una posición ética y moral. Fue decir "hasta aquí llegaron"...podemos ser otro país, otra sociedad. Solidadridad no solo fue un movimiento obrero, fue una resistencia cabal al feudalismo soviético.
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