domingo, 17 de agosto de 2008

Invisible en Paris


Hay personas que esgrimen Paris con la facilidad viajera de ir a las direcciones más conocidas que todos frecuentan. Serán turistas y su paso será temporal y predecible. Irán a Montmartre con el atardecer y a la torre Eiffel con la noche y caminaran inciertamente por las calles de los museos. Otros más atrevidos intentaran perderse entre las infinitas calles del barrio latino, solo para sucumbir ante la topografía montañosa.

Algunos habitantes de Paris han llegado allí en busca de su identidad. Extranjeros o franceses de otras regiones, comulgan todos los días con el metro y los pensamientos del hogar. Buscan una ruta que los haga más cosmopolitas frente a la avalancha cultural de la ciudad, pero su nostalgia sigue siendo uno de los ingredientes de su vida cotidiana. La soledad se viste de noches frías. Algunos han logrado justificar su existencia y su soledad con alguien a quien aman. Otros estudian. Los más atrevidos (o inteligentes) dicen haber vivido Paris como una etapa de su vida.

En este contexto llegue una tarde a Paris. Me incorpore a su vida con una sed de venganza. Tenia años evitándola, aquella ciudad de mi juventud que me había dado tantas formas de amor. Al instante de llegar ya me sentía solo y a la vez enamorado. Aquellas veces que fui no permití el lujo de caminar por los vecindarios, ni quise pretender dejar sola a la persona que me acompañaba. Esta vez establecí mi soledad como el núcleo central de esta visita y me permití dejar llevar por varios amigos y conocidos que ahora se habían convertidos en mis guías (espirituales, porque al final yo les indicaba mi deseo de conocer un tipo de Paris que ellos se imaginaban y allí me llevaban, con la interpretación de su mente). Así de esta manera termine en una aldea (ahora suburbio) en donde Trosky había dejado su huella en la cantidad de estudiantes marxistas y gentes de las más diversas corrientes revolucionarias. Era un barrio parisiano rodeado de altos edificios incrustado en el medio de la decadente modernidad de lo urbano. Esa noche conocí la soledad de los vascos franceses refugiados en un bar restaurante de dudoso exterior, con banderas vascas en el interior y decoraciones de nostalgia. La comida fue de una honestidad irrepetible.

Cada quien que asuma su soledad. La soledad del vendedor de rosas que va de mesa en mesa por la noche, normalmente inmigrante que quizás un día tuvo la esperanza de haber llegado de lejos a Paris en busca de algún tipo de “oportunidad”. ¿El vendedor de rosas con quien sueña? ¿Qué hace en su tiempo libre? ¿Qué añora?

Camino por el barrio judío ahora apropiado por los homosexuales parisinos que han encontrado en este ambiente un lugar donde aislarse. Que propicio, dos comunidades una religiosa y otra que inspira un estilo de vida, viviendo lado a lado la soledad que les ha impuesto (en ambos casos) los siglos de soledad social. En un restaurante judío conviven los dos grupos (con algún grado primitivo de condescendencia mutua), la familia judía clásica con la pareja de novios que hablan de su próximo viaje a Ibiza.

La soledad del inmigrante extranjero es palpable. En el metro hay mas gentes de todas partes del mundo y pocos “franceses”. Algunos de ellos muy deprimidos, otros mas alegres que quieren cohabitar en el primer mundo, pues de alguna manera o forma (las razones son miles y cada una mas contradictoria que la otra) han sido rechazados por su país o región. Conocen solo las memorias, los momentos que vivieron en sus países; quizás lo mas seguro es que tornen su soledad alrededor de estas memorias, las fotos de familia, las comidas que preparen con añoranza (nada sabe igual fuera del país de uno), y las periódicas reuniones con compatriotas que tienen otro conjunto de memorias. Así las memorias (o los recuerdos) se convierten en pesadas cargas que alivian el alma, o por lo menos dan una sensación de identidad (a veces colectiva, aunque al final siempre individual) que se traduce en una lenguaje de justificación constante. La soledad, pienso, sigue siendo la única constante.

La consecuencia física de la soledad de los inmigrantes, sobretodo cuando son muchos de un mismo país es el ghetto. Es un lugar que cumple una doble función. Los parisinos logran ubicar al “otro” en un mismo lugar y así controlar socialmente a una población extraña. Los extranjeros por otra parte logran ubicar sus memorias dentro de un espacio físico determinado. Por ejemplo el Barrio Chino de Paris, ocho cuadras de tiendas, cines, centros comerciales, bancos, panaderías, supermercados, todos en el idioma chino. En un supermercado de tres pisos no se encuentra ningún extranjero. Los chinos han logrado reproducir su “habitat” y crear el “efecto” de la permanencia de sus “memorias”. Microcosmos de estos espacios encontramos entre los árabes, los colombianos, los vietnamitas y los africanos de habla francesa. Al frente de la Gare du Nord están tres manzanas de comercios hindúes, todos perfectamente reproducidos de memorias e imágenes de la India, Pakistán, Islas Reunión y Sri Lanka. A veces pareciera que son las memorias de los inmigrantes que viven en Paris. Otras veces parece que se reproducen estas tiendas y comercios en la medida en que los parisinos les gustaría ver: las tiendas de saris, el aparente desorden de los supermercados, el extranjero transportado, exótico que habla mal francés y que interpreta los gustos de los clientes la posibilidad de conseguir la comida que pudo probar en mis ultimas vacaciones.. ¿Quién construye esta imagen? ¿Quién se beneficia o perjudica? La modernidad de una ciudad como Paris combina entonces la historia de una ciudad Europa con lo exótico de sus más recientes habitantes, con la historia reciente de la globalización, del turismo global.

El precio de la soledad en Paris se asume como en otras ciudades. “Estoy solo, pero no debo dejar de salir a participar de la soledad de los demás”, caminando las calles y avenidas atiborradas de gentes, sobretodo turistas (que vienen a ver los edificios de Paris, no el espectáculo invisible de la soledad). Las reuniones colectivas en Paris son excusas para desafiar la soledad sostenida de sus gentes. Teatro, exposiciones, ferias, mercados, conciertos, y cientos de eventos a la semana desafían la soledad del metro, de la calle, de los apartamentos tipo estudio (el promedio en Paris es 1,4 personas por casa), de los cines; en una batalla por curar lo individual (y sus manifestaciones mas nefastas como el suicidio) por lo colectivo, en forma de fiesta o de asociación grupal. A diferencia de los pueblos y las aldeas donde todo el mundo se conoce y la invisibilidad es relativa o nula, en la ciudad los seres pueden llegar a ser invisibles.

2004

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